Escrito de la Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia, del 19 diciembre de 1974, titulado:

¡MISTERIO DE INÉDITA TERNURA!

     ¡Navidad…! Misterio de inédita ternura…; sorprendente donación del Amor Infinito para con el hombre…; explicación poderosa del Eterno Poder, que se nos da en deletreo divino y humano de un modo tan sencillo como corresponde al señorío simplicísimo de la realeza del Ser.

     ¡Navidad…! Dios que nos dice en un deletreo amoroso y en el romance infinito más inimaginable e incomprensible, toda su vida en Canción, en manifestación gloriosa y en gozo de sapiental sabiduría…

     ¡Oh pensamiento de Dios que, rompiendo en voluntad redentora, se entrega por su Infinita Palabra a los que ama, en el arrullo cariñoso del beso de su Boca…!

     ¡Navidad…! Sapientalmente sabida entre los hombres, en adorante penetración, por Nuestra Señora de Belén que, en contemplación expectante, trascendida hasta el pecho del mismo Dios, da a luz al mundo a la Luz infinita de la Eterna Sabiduría, en un Niño que, llorando entre sus brazos, es el Hijo de Dios y su Hijo…

     El Verbo Infinito, por el trascendental misterio de la Encarnación, cumpliendo la voluntad del Padre, rompe en Palabra desde el seno de Éste al seno de María por el arrullo acariciador y amoroso del Espíritu Santo. Y encuentra que el seno de la Señora le sabe a Hogar Infinito, porque es todo él participación acogedora del corazón del Padre con ternura y cariño de Virgen-Madre…

     Y en el seno de María, saturado de virginidad, es realizado el misterio trascendente y subyugante de la Encarnación en el poema amoroso del beso infinito del Espíritu Santo, que hace romper a la Señora, con la brisa sacrosanta de la suavidad del paso de su vuelo, en Maternidad divina…

     María, ¡Virgen-Madre…!: Madre en fruto de su excelente virginidad…, y Virgen porque su misma Maternidad divina, por el fruto de su fecundidad, la hizo aún más Virgen, al ser este Fruto la Virginidad Infinita Encarnada en Palabra explicativa a los hombres, de infinita santidad virginal. Por lo que María, mientras más Virgen, más Madre, y mientras más Madre, más Virgen; ya que Ella es un grito en todo su ser de: ¡Sólo Dios!, envuelta, saturada, penetrada y poseída sólo, ¡exclusivamente sólo! por el Ser Infinito, en posesión total y absoluta.

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¡Secreto trascendente el que vivió María durante los nueve meses de su Adviento en intimidad sabrosísima con el Hijo de Dios que, entrañado en su seno, le hacía sentir el palpitar de su corazón en cariño de filiación…! La voluntad infinita del Padre la estremecía, por el amor del Espíritu Santo, en necesidad nostálgica y vehemente de dar a luz al Hijo de Dios a través del parto virginal y luminoso de su Maternidad divina…

¡Misterio de silencio sagrado entre la criatura y el Creador… entre Dios y la Virgen Blanca, que, en la contención de su Adviento, encierra en su seno al Unigénito del Padre, con el cariño y la maternidad que la madre más tierna pudiera sentir, por la delicadeza infinita del toque del Espíritu Santo en sus entrañas virginales…!

¡Nueve meses de ternura…, de donación…, de entrega…, de respuesta y de esperanzadora expectación, en la espera cariñosa de su maternidad que ansía escuchar de la boca del Verbo Infinito, como en infinitud de eternas melodías, la palabra: ¡Madre!, en la realidad palpable y palpitante, sonora y deleitosa del Hijo de Dios hecho Niño entre sus brazos…!

La vida de María, durante su Adviento, es un misterio de inimaginable ternura, siempre en espera de que la Palabra Infinita del Padre, vuelta hacia Ella, le exprese la voluntad del mismo Padre por el impulso del Espíritu Santo en requiebros de manifestaciones de amor…

¡Adviento de María, vivido en el secreto de la contención de su seno, y sólo conocido por Dios y por Ella en el abrazo sacratísimo del Espíritu Santo; que, en estrechísima unión, tenía envuelto al Hijo de Dios, siendo el Hijo de María, en el ocultamiento velado de la inmaculada virginidad de la Señora!

Los nueve meses que la Virgen vivió con Jesús en su seno, fueron contemplados por los Ángeles de Dios, en la intimidad sagrada de ricos coloquios de amores…, en ternuras sublimes e inefables, silenciosas y secretas, misteriosas y sagradas, divinas y divinizantes de adorante silencio…

¡Adviento de María…! Secreto insospechado y sólo intuido por el alma-Iglesia que, siendo introducida por la Señora en el Sancta Sanctórum de su virginidad maternal, es capaz de saborear en sorpresa candente lo que entre Dios y la criatura es obrado por el Espíritu Santo, cuando la voluntad del Padre quiso darle Madre a su Hijo Encarnado y, por Él y en Él, a toda la humanidad; y, quiso darle Hijo a Nuestra Señora toda Blanca de la Encarnación, para que Ésta, diera a luz a Dios entre los hombres bajo las apariencias sencillas y cariñosas de un Niño pequeñín en brazos de Madre, fruto, en manifestación esplendorosa, divina y divinizante, de la Virgen Madre de Belén, cobijada bajo el arrullo divino del Espíritu Santo, cubierta y envuelta por la Santidad del Omnipotente.

¡Navidad…! Misterio de donación del Infinito a los hombres a través de la Maternidad de María…

La Virgen-Madre de Belén besa con ternura indecible, en un beso de profunda adoración saturado de misterio, al Hijo de Dios; que, surgiendo de su seno virginal en fruto de su Maternidad divina, es su Hijo que se hace visible ante el mundo en la oscuridad sorprendente de una noche cerrada bajo el silencio misterioso, velado y sorprendente de la incomprensión, sólo conocido y penetrado en la profundidad profunda de su realidad por la Santidad infinita del que se Es.

Hijo de la Santa Madre Iglesia, sólo la vida de fe, repleta de esperanza, iluminada con los dones del Espíritu Santo e impulsada por el amor, es capaz de adentrarse en este misterio de la Navidad: En el silencio de la noche y de la ingratitud, se dijo el Amor ante la expectación secretísima de la Virgen Blanca.

¡Qué serían para María todos y cada uno de estos esplendorosos misterios que Dios obraba entre los hombres, por la donación de su mismo Hijo en deletreo amoroso de amor eterno, rompiendo en infinitos cantares por el gemir del llanto de un Niño…! ¡Cómo los viviría…! ¡De qué modo los adoraría…! ¡Qué recepción la de la ternura de su Maternidad…! ¡Qué respuesta la de su entrega! ¡Qué cariño, en su caricia de Madre, llena de sapiental y deleitable ternura para el Verbo Infinito del Padre, Encarnado, que, siendo al mismo tiempo Hijo suyo, era un Niño pequeñín, alimentado por el néctar sabrosísimo de sus pechos virginales, nacido en Belén en los brazos de «una Virgen que le pondría por nombre Emmanuel, “Dios con nosotros”», –«y la Virgen se llamaba María»–, «descendiente de David», «Primogénito entre muchos hermanos», y Promesa de Dios hecha a nuestro Padre Abraham, anunciada por los santos Profetas en el Antiguo Testamento y cumplida por Cristo:

«Un Niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz»…!.

¡Qué recreos de amor y ternuras entre la Madre y el pequeño Emmanuel…! ¡Qué secretos de entrega y respuesta…! ¡Qué abrazos de cariño de la Virginidad Infinita a su Virgen-Madre, y qué ternura la de la Virgen-Madre para la virginidad infinita del Verbo Encarnado entre sus brazos…!

¡Qué momento el del Nacimiento de Jesús…! ¡Momento de sorpresa y expectación de reverente y adorante veneración! ¡Qué instante-instante de sublime y celestial trascendencia de virginidad en rompiente Maternidad divina por el aleteo infinito de la brisa candente del Espíritu Santo, cuando la Virgen se encontró con la realidad palpable y palpitante de su Dios hecho Hijo suyo, en abrazo de misteriosa maternidad y en respuesta del mismo Dios en Niño pequeñín que la mira con sus ojitos divinos, cual lucientes luceros, en secreto de filiación, llamándola: Madre…!

¡¿Qué haría el Espíritu Santo en este instante en que la Palabra Infinita Encarnada, surgiendo del seno de María, brilló ante el mundo en la oscuridad de la noche, rompiendo en Luz de infinita sabiduría expresiva ante el ocultamiento misterioso del silencio de la incomprensión en la noche sagrada de Belén…?!

«La Luz vino a las tinieblas y las tinieblas no la recibieron».

¡¿Qué diría María a Jesús, toda Ella poseída por el Amor Infinito…, envuelta y penetrada por su caricia…, besada por su Beso…, saturada de su amor…, impregnada de su eterna sabiduría para penetrar, en el saboreo del mismo Espíritu Santo, lo que, a través de su Maternidad divina, se daba a los hombres en el misterio simplicísimo de un Niño que, reclinado en un pesebre, entre pajas, rompía en un llanto melodioso de canciones infinitas de amores eternos…?!

¡¿Cuál sería el impulso del Esposo divino en el corazón candente de Nuestra Señora, para que amara y recibiera a Jesús con la ternura de su Maternidad divina…?!

¡Qué requiebros de amor entre la Madre y el Hijo, por la fuerza…, la brisa…, el silencio…, la paz…, la dulzura y el gozo dichosísimo del Espíritu Santo…!

¡Oh misterio…! ¡Misterio de sorprendente ternura…!: ¡Dios ya es Hombre en brazos de Madre…! ¡Y la Madre es Virgen con la Virginidad Infinita Encarnada en sus brazos, que llama Madre a su Virgen, porque la Virgen es su Madre…!

¡Misterio de Navidad, contemplado por los Ángeles que, ante su imposibilidad de llorar de amor y anonadación, rompen en un cántico al Dios hecho Niño por amor en manifestación esplendorosa de la misericordia infinita en derramamiento de ternura y compasión hacia el hombre caído!: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que Dios ama».

¡Que no intente la criatura, con ojos carnales, penetrar, comprender y ni siquiera vislumbrar los misterios velados de sublime trascendencia que el Infinito Ser obró en María, cuando la creó para la realización de sus planes eternos de donación hacia el hombre; uniéndola a Él tan maravillosamente, que hizo de Ella un portento de la gracia sólo conocido en la penetración de los dones del Espíritu Santo y saboreado por los frutos de su posesión…!

¡Que no intente la lengua manchada expresar los misterios de Dios en sí mismo y en su donación de amor misericordioso hacia el hombre en y a través de la Virgen toda Blanca de la Encarnación, rompiendo en Maternidad divina por el beso candente de infinita virginidad del Espíritu Santo, con comparaciones profanas que no hacen más que empañar la blancura inmaculada de su incomprensible e intocable santidad…!

¡María es un grito de ¡sólo Dios!, en su ser, en su vida y en su obrar…!

La Virgen, saturada de Divinidad y rebosante de Maternidad divina, consciente de que Dios se encarnó en Ella para darse a los hombres en la Canción infinita del romance de un Niño, por la voluntad del Padre y en el amor del Espíritu Santo; ansiosa de realizar el querer divino que tiene impreso en su ser, interrumpe los recreos de amor con el Hijo de Dios, salido de su seno, y su Hijo en sus brazos de Madre, para dar al mundo, como fruto de su Maternidad divina y en función de esta misma Maternidad, al Emmanuel, el Sumo Sacerdote que es en sí y por sí la unión de Dios con el hombre en el ejercicio de la plenitud de su Sacerdocio.

Y cuando, como Madre universal, en manifestación de su amor, va a dar a Dios a todos los hombres, que también son fruto del beso del Espíritu Santo en su alma de Virgen-Madre, recibe, en la delicadeza incomprensible de su amor maternal, la espada de un dolor tan agudo, que su corazón queda herido, sin poderse cicatrizar, ante el desamor del «no» de todos sus hijos a la donación infinita del Amor Eterno que, por medio de la Maternidad de la Señora, se nos entrega hecho Niño en la noche misteriosa y sacrosanta de la Navidad… ¡Y cómo comprendió María, en una comprensión de dolorosa penetración, que «la Luz vino a las tinieblas y éstas no la recibieron»…!

Y por eso, traspasada de dolor, cumpliendo la voluntad del Padre y bajo el impulso del Espíritu Santo, cogió la Palabra Infinita del Padre hecha Niño y, en un desgarro de su maternidad, desprendiéndoselo de sus brazos, «lo colocó en las pajas de un pesebre», como manifestación patente, palpable y desgarradora de que no había quien lo recibiera…

Realizado todo esto sólo bajo la expectación adorante y reverente del Patriarca San José, anegado de gozo indecible en el Espíritu Santo y sollozando al mismo tiempo, con su alma desgarrada ante la contemplación del sorprendente misterio que, a través de la Virgen Blanca de la Encarnación, era manifestado en Belén, bajo la sombra y la brisa amparadora del Omnipotente.

¡Misterio de Navidad…! ¡Secreto de infinita ternura…!: En el silencio de la noche y de la incomprensión, bajo las notas vibrantes del Espíritu Santo, y en el desgarro de la maternidad de María, ¡¡en un pesebre se nos dijo el Amor…!!

¡Silencio, alma querida…! ¡Respeto y veneración! ¡Adora…! ¡Con los Ángeles de Dios, responde en amor…! Porque Dios, hecho Niño, de un momento a otro va a romper en llanto por primera vez en la tierra en un desgarro de soledad e incomprensión…

¡Silencio, alma querida…! ¡Responde…!, ¡adora…!, ¡ama…!, ¡¡que Dios llora!!

Ángeles del Cielo, ¿dónde estáis…? Buscad a los sencillos de la tierra y comunicadles la gran noticia de que en un pesebre, acurrucado por la ternura de una Virgen-Madre ¡¡Dios llora…!! ¡Buscad a los sencillos, a los pequeños…, porque ellos descubrirán los misterios de Dios…; porque a ellos les son comunicados los secretos del Padre…; «porque de ellos es el Reino de los Cielos» y porque con ellos el Amor Infinito, reclinado entre pajas y temblando de frío, descansa…!

Y por eso los Ángeles, en la escalofriante noche de Navidad, corrieron a los pastores en cumplimiento del deseo de Dios, para comunicarles la Buena Nueva del Emmanuel.

Entre los grandes, entre los que buscaban la riqueza de la tierra, no hubo lugar para que la Virgen-Madre diera a luz a la Luz infinita del Eterno Sol, reventando en centelleantes resplandores…

«¡No hubo lugar para el Hijo de Dios en ninguna posada…!».

Y así, en una gruta…, en el silencio de la noche…, ante la expectación de la Virgen…, la adoración de un justo varón…, el calor de unos rudos animales… y la contemplación de los Ángeles del Cielo, rompió entre los hombres la Canción Infinita del Padre, en Cántico nostálgico de profunda y trágica incomprensión.

Hijo de la Santa Madre Iglesia, tú que vives de fe, que conoces, en la penetración de los dones del Espíritu Santo, por tu vida de gracia, los misterios de la vida de Cristo, vente hoy conmigo, alma querida, hijo de mi alma-Iglesia…, ¡vente, en esta noche de Navidad, al portalito de Belén…! Ponte junto a la Virgen Blanca… Y allí, en expectación adorante, espera ese instante-instante pletórico de luz y de divinidad en el cual, arropado por el silencio de la noche y en el misterio acariciador del arrullo del Espíritu Santo, va a romper en llanto de Canción Infinita la Palabra Eterna del Padre en los brazos de María…

Espera postrada, alma querida, y contempla los recreos de la Madre y el Hijo en virginidad de ternura comunicativa…

Escucha el arrullo infinito del Espíritu Santo, que envuelve el misterio de la Virgen-Madre que besa a Dios en un Niño recién nacido, como Hijo suyo hecho Hombre.

Apercibe, si puedes, el beso de Dios que, Encarnado, besa a la Virgen con ternura de Hijo…

Y espera… para que, después de ese coloquio de inefable complacencia por parte de Dios, cuando Nuestra Señora toda Blanca de Belén vaya a dar a su Hijo y al Hijo de Dios a los hombres nuevamente en esta noche de Belén que por medio de la Liturgia se nos hace presente en nuestro tiempo, te encuentre a ti esperando llena de amor e inédita ternura, y no tenga que volver a colocarlo en el pesebre, ¡en unas frías pajas!, porque tampoco encuentre en esta nueva noche de Navidad a quién dárselo para que lo reciba.

Coge presuroso de los brazos de María al Niñito de Belén; al Emmanuel, Dios con nosotros, que nace en un pesebre, morirá en una cruz y se quedará en la blanca Hostia durante todos los tiempos mediante el Sacrificio del Altar, para dársete como Pan de vida, y en espera amorosa en el Sacramento de la Eucaristía, manifestación esplendorosa de su amor infinito que necesita estar con los que ama mientras duren los siglos.

¡Alma querida, hijo de mi alma-Iglesia…! ¡Acógelo, que Dios se hizo Hombre para ti, para que tú le recibieras, le amaras y le abrazaras…! ¡Acaríciale con la máxima ternura que puedas…! Besa su pechito divino palpitando de amor por ti; sus pies que se convertirán en camino de vida y, para llevarte a la Casa del Padre, serán taladrados; su cabecita penetrada de infinita sabiduría, ¡que será coronada de espinas por tus propios pecados!

Mira sus divinas mejillas, bañadas por las lágrimas y sus ojitos brillantes que te buscan esperando la respuesta de tu amor a su donación de amor infinito.

Deposita en sus manos un beso que le sepa a recepción de su donación eterna… Abre tus brazos y tu corazón, y extiéndelos para cogerlo; y pídele a María que te lo dé, que no deje a Jesús en el pesebre, ¡que tú le quieres recibir, porque para ti se hizo Hombre, y por ti Ella fue Madre de Dios y Madre tuya…!

Pídele a Nuestra Señora del Espíritu Santo el Fruto de su Maternidad, que es tuyo, pues para ti Dios se hizo Niño…

¡No dejes, alma querida, que Nuestra Señora de Belén, en esta noche de Navidad, cargada de misterio, ponga nuevamente a Jesús en el pesebre porque no había quien lo recibiera…!

[…] Y unidos en el Espíritu Santo, cumpliendo la voluntad del Padre, vamos a abrir nuestro corazón y nuestra alma para coger en nuestros brazos a Jesús, pequeñín de Belén, y besarlo con un beso de recepción…, con un abrazo de respuesta…, con una entrega de donación… ¡para que ya nunca se pueda decir que «la Luz vino a las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron»…!

[…] Ya sabes, Señora de Belén, que mis nostalgias y las apetencias de mi corazón son incontenibles…, que las urgencias de mi pecho y los volcanes de mi amor, como inabarcables… Por lo que yo expreso hoy mis sentimientos de la manera espontánea y sencilla con que los pequeños comunican sus deseos, apoyados en el pecho del Padre.

En las ansias incontenibles de mi maternidad universal, yo quiero, en la noche sacrosanta de Belén, con mi misión de Iglesia cumplida, de un modo misterioso pero experimentalmente vivido, postrarme a tus plantas […] y decirte en nombre de los hombres de todos los tiempos, por la dimensión de mi alma-Iglesia en la plenitud de mi sacerdocio místico: ¡Madre, danos a Jesús…!; ¡y que nunca jamás se tenga que oír en la tierra: «Vino a los suyos y éstos no le recibieron»…!

Porque, en la magnitud esplendorosa de nuestra realidad de Iglesia, mi alma pequeñita pero desbordadamente ansiosa de responder a Dios, dice al mismo Dios, por mi maternidad espiritual y universal en las llamas candentes del Espíritu Santo y en el modo misterioso de nuestra injerción en Cristo, con Él, por Él y en Él, un «sí» tan glorioso que sea respuesta de amor y de recepción por todos los hombres en la noche fría, silenciosa, misteriosa y sacrosanta de la Navidad.

Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia

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