YO APERCIBO EL MISTERIO
Yo apercibo el misterio del decir infinito de Dios Padre a los hombres en humilde pesebre y en la noche sagrada de un profundo y secreto silencio…
Yo apercibo el misterio del decir infinito de Dios Padre a los hombres en humilde pesebre y en la noche sagrada de un profundo y secreto silencio…
El pasado día siete de Diciembre hemos tenido la dicha de recibir en Dos Hermanas a nuestro Sr. Arzobispo Don José Ángel Saiz, y a una nutrida peregrinación de miembros de La Obra de la Iglesia: sacerdotes, consagrados y militantes, venidos de España e Italia, con ocasión del fin del año jubilar otorgado a La Obra de la Iglesia por la Santa Sede, en conmemoración del vigesimoquinto aniversario de su Aprobación Pontificia por San Juan Pablo II.
«¡Adviento de María...! ¡Madre...! Tú tenías al Verbo de la Vida en tu seno para ti, para amarlo Tú y para amarte Él. Tú vivías feliz en aquella intimidad y comunicación con el Verbo infinito en tu entraña. Pero, participando de la voluntad divina, olvidada de ti, ardías en ansias terribles de que ese Verbo, que había “saltado” del seno del Padre a tu seno, “saltara” de tu seno a los hombres para entregárnoslo como Hostia que, ofrecida por ti al Padre, fuera nuestra salvación y santificación».
Santa Misa en la catedral de Toledo, presidida por el Sr. Arzobispo, D. Francisco Cerro, con motivo del Jubileo de La Obra de la Iglesia, por el 25º aniversario de su Aprobación Pontificia.
Tres clases de silencio se aperciben, en saboreo sagrado de eterno misterio, allí en lo profundo del espíritu, en el contacto interior, sacrosanto y silenciado del alma con Dios, y en los ratos de sagrario, ahondada en el misterio del Señor del Sacramento que se oculta, silenciado tras las noches del misterio, esperando por si alguno viene a verle.
“¡Hijos, ayudadme a ayudar a la Iglesia; a barrer la basura que ha caído en el transcurrir de los tiempos en el espejo transparente y sin mancilla, luminosísimo y resplandeciente de la Madre Iglesia, donde, tras la brillantez de su luminosidad se refleja, descubriéndose por la faz de Cristo, el rostro de Dios en ella…!”
Hoy te beso, como esposa enamorada, temblorosa y adorante, en el pasar de los siglos en todas esas partículas que al suelo se hayan caído; para decirte, en amores, las ternuras que de mi alma han surgido, al descubrir el misterio que a mi espíritu ha afligido en amores, para amarte con este nuevo matiz de mi corazón herido…
¡Silencio...! ¡Silencio...! ¡Silencio...!, que la Señora siente que toda su alma se enciende suave y pacíficamente en el calor sabroso, misterioso e infinitamente inalterable del beso divino de la Inmutabilidad por esencia en un acto trinitario... Y sin casi apercibirlo..., sin darse cuenta..., sin notar nada..., la Señora se encuentra, en un abrir y cerrar de ojos deleitable..., suave y silencioso..., ante aquel Dios que Ella contemplara y poseyera durante toda su vida; pero ahora, realizado el grado de divinización determinado por el mismo Dios, es arrebatada e introducida en la cámara nupcial, para tener en la Patria lo mismo que tenía en el destierro, pero en posesión plena, gozosa y absoluta de Eternidad.
El día 28 de julio de 2021 una voz se ha apagado en la Iglesia. Se ha dejado de oír una canción subyugante de Iglesia viva y palpitante. Y la nostalgia de un «adiós», embarga los corazones de cuantos han conocido y tratado de cerca a la Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia. Pero también es verdad, según los planes irrastreables del Señor ardiendo en celos por la gloria de su Amada, la Iglesia, que el eco de esa canción se seguirá oyendo más potente aún en toda la Iglesia por los numerosos escritos, los vídeos, las charlas y la propia vida de la Madre Trinidad; y también por la descendencia que el Señor un día le pidiera: «Dame descendencia que haga lo mismo, para tenerte siempre ante mí».
De tal forma hace Dios al alma ser Él por transformación, que ella es también el gozo de todos los Bienaventurados. Y como cada uno de ellos participa así de Dios y goza así de Él, resulta que, siendo Dios todo en todos, sólo hay un grito en el Cielo: gozarse en Dios, en que Él se es tan feliz en sí mismo, y en que Él es tan feliz al hacer dichosos a todos los Bienaventurados.